«Abre mis ojos, y miraré las maravillas de Tu Ley».
~Salmo 119:18

El ciego percibe todo oscuro, no porque lo esté, sino a causa de su condición. Y así el corazón duro percibe los mandamientos del Señor difíciles, aunque Su yugo sea fácil y ligera Su carga, por causa de la condición de su corazón. El hombre con problemas oculares, a menos que use los lentes apropiados, verá todo borroso, y quien no se deje moldear por la Escritura, sino por el mundo, tendrá una percepción defectuosa de la realidad.

Esto hace parte de la triste descripción de un impío, pero es aún más lamentable cuando, en cierto grado, también se puede evidenciar en un creyente. Que el incrédulo sea rebelde y considere las cosas del Señor con disgusto y molestia, no es algo sorprendente, pues tal perspectiva hace parte de su corazón necesitado de vida, ¿pero qué del cristiano? ¿Qué del que ha sido salvo y permite dureza en su corazón, y que la hermosa visión recibida por gracia se vea opacada por algunos pecados no arrepentidos o por la reserva de filosofías huecas o por el descuido habitual de sus deberes y privilegios más básicos?

Hermanos, las cosas no deben ser así. No sólo Dios es maravilloso, sino todo lo que de Él procede. Su Evangelio es maravilloso, y también lo es Su Ley. En ella está la perfecta voluntad de Dios, la norma más excelsa de virtud. Por tanto, vuelva su corazón a ella, vuelva su mente a su meditación y vuelva su voluntad a una disposición de obediencia. El Dios que lo salvó quiere que su vida se caracterice por la sujeción gozosa a Su Ley, ¡a Su maravillosa y bendita Ley!