Hace años era muy común escuchar en los trasfondos católico-romanos la palabra ánima. Esta hacía referencia a los espíritus que estaban siendo purificados en el purgatorio antes de llegar al Cielo. Tal sinsentido ni siquiera es digno de ser refutado con amplitud; sin embargo, el punto al mostrar la anterior ilustración es observar la relación entre la palabra ánima (que hace alusión al espíritu) y la palabra ánimo de la que nos habla el texto (gr. ἄνεμος transl. ánemos defin: soplo). Luego, tenemos que la palabra ánimo de nuestro texto no es otra cosa que ‘soplo o aliento’, o de manera más precisa, ‘espíritu’, definición que tomamos del texto en su original hebreo רוּחַ (heb. rûach transl. roo’-akh defin: viento o soplo; comúnmente traducida como espíritu).

Así las cosas, ánimo es más que una buena actitud; ánimo es espíritu, palabra que, definida desde una perspectiva ortodoxa, denota una capacidad; la capacidad del ser humano -en su estado regenerado- de comunicarse con su Hacedor; la capacidad de hablar con el Señor por medio de la oración; o como lo decían los grandes teólogos del Siglo XVII y XIX, espíritu es el poder o la facultad que tiene el hombre por medio de la cual puede participar -por la gracia de Dios- de la vida en Cristo y de todas las bendiciones que tenemos en Él; o puesto de otra manera, espíritu es el aliento que nos permite interactuar con el Señor. Luego, el espíritu no es una cosa per-sé, sino una capacidad del alma.

Si bien alma y espíritu son dos términos por lo general intercambiables en el N.T., es importante resaltar que espíritu es la capacidad tal y como la describimos anteriormente, mientras que alma es el ‘todo inmaterial’, o el conjunto de todas esas facultades o capacidades (mente, corazón, voluntad, conciencia y, desde luego, espíritu). Nunca sobre recordar que el hombre un su estado natural o no regenerado, tiene su espíritu muerto y, por ende, absolutamente incapaz de relacionarse con el Señor (sin querer esto decir que, por ende, Dios es el responsable de que no exista tal relación).

El anterior tecnicismo es importante, pues a menudo, el humanismo que día a día se infiltra en la cristiandad le atribuye cualidades sanadoras y milagrosas al buen ánimo que pueda tener una persona enferma. Con la anterior aclaración en mente y sabiendo que el texto no hace alusión al ánimo de una persona en el sentido coloquial de la palabra (p.ej. «arriba el ánimo con Águila Roja», como reza una propaganda televisiva al respecto de un café colombiano), el versículo debería ser leído entonces de la siguiente manera: El [espíritu]ánimo del hombre soportará su enfermedad; Mas ¿quién soportará al ánimo[espíritu] angustiado?

La capacidad de un edificio para soportar un terremoto está en sus cimientos y vigas; la de un hombre para soportar su enfermedad está en su espíritu. La anterior analogía, puede que no sea la mejor, pero es apropiada para describir el punto: a menudo las enfermedades son como un terremoto para el ser humano, en especial, aquellas incurables, o para los que no hay tratamiento conocido. Tales enfermedades tienden a desarraigar al hombre de su mismo ser, lo sacuden con violencia y lo debilitan en su interior. Esta es la razón por la que a menudo encontramos personas profundamente angustiadas en su espíritu; o lo que es lo mismo, personas con un espíritu tan roto y quebrantado, que han perdido el ánimo por vivir… de ahí el sabio consejo implícito del autor inspirado a cuidar nuestro espíritu, en especial, en medio de las enfermedades, pues en él (en el espíritu) se encuentra la capacidad del hombre para soportarlas de una manera digna.

De seguro muchos de los que leen este artículo han estado enfermos en el pasado o aún continúan estándolo, y la razón es sencilla de determinar: somos seres humanos y los seres humanos nos enfermamos. Algunas de esas enfermedades han sido diagnosticadas y otras, no; unas no tienen tratamiento conocido, y otras sí que lo tienen, pero a un precio impagable quizás aún, por el bolsillo más capaz; muchos de nuestras enfermedades son dolorosas, molestas, nos roban la concentración, etc. De todo lo que se pueda decir de las enfermedades que padecemos, esto podría sintetizarlos: todas las enfermedades agobian el alma, pues cuando el cuerpo se duele, el alma se aflige. Si el sonido de la guitarra es el producto de las vibraciones de sus cuerdas, el gemido del alma muy a menudo se debe a las enfermedades que sacuden el cuerpo del hombre.

Pero si la enfermedad es una realidad común en todos los seres humanos, independientes de su estado, ¿qué, pues, nos diferencia de los incrédulos cuando las enfermedades parecen asediarnos cual oponente inmisericorde? En realidad, nada y todo; permítaseme elaborar el punto: nada en el sentido de que la capacidad para soportar la enfermedad del hombre yace en el espíritu, y todos los hombres tienen espíritu; y todo, en el sentido de que sólo los creyentes tienen la capacidad -dada por Dios, claro está- de soportar sus enfermedades de una manera honrosa y agradable a Él. Y este es el punto en el que decimos que una cosa es hacer un esfuerzo en la carne por soportar la enfermedad (eso es lo único que pueden hacer los incrédulos que están enfermos, pues ellos no cuentan con capacidades espirituales que les permitan honrar a Dios), y otra sustancialmente diferente y diametralmente opuesta, es soportar la misma enfermedad por, con y en el poder del Espíritu de Dios, quien es el que anima, fortalece y afirma nuestro espíritu. A eso nos anima el texto: a estar fortalecidos en el hombre interior (o espíritu), porque en éste yace la fuerza no sólo para que no nos derrumbemos ante las enfermedades, sino para que honremos al Dios vivo en medio de ellas, soportándolas como es digno de un creyente.

Desde la perspectiva de los estándares del mundo, hay muchos incrédulos que a diario reciben el título de héroes o heroínas, cuando en medio de la amputación de una de sus extremidades, o de una enfermedad degenerativa e incurable, se les ve haciendo chistes de su condición, se ríen con los doctores, dicen que aman la vida, y salen en noticieros diciendo que quieren salir adelante y que quieren luchar hasta el fin para inspirar a otros en esa misma condición. Estas actitudes que los incrédulos muestran en medio de sus enfermedades y que aparentemente son normales, no son de agrado para el Señor, pues está escrito Rom 14:23 todo lo que no proviene de fe, es pecado. Por el contrario, lo que sí es de agrado para Dios, es que, si en Su sabia y perfecta Providencia a Él le place encargarles a Sus hijos el vivir con una o varias enfermedades, ellos lo hagan de una manera que testifique del poder de Su Espíritu, que vive en ellos, y que los fortalecerá hasta el fin. Por eso, si Dios te ha dado una enfermedad, la cual llevas ‘cargando‘ ya por un tiempo, lo más sabio no es preocuparte, en si serás sano, o en cuándo lo serás (a menudo estas cosas cargan el alma y frustran pecaminosamente la persona del creyente), sino ocuparte en fortalecer tu espíritu, porque de allí mana el poder (dado por el Espíritu de Dios) para que, si vives o mueres de la enfermedad que ahora padeces, honres al Señor que la ha permitido para que en medio de ella le glorifiques y testifiques de Su poder.

Reconocemos humildes y avergonzados, que en ocasiones hemos estado tan débiles en la fe, y por ende, tan quebrantados de espíritu, que cuando Dios permite que las enfermedades toquen la puerta de nuestros cuerpos -en especial, aquellas con un elevado grado de complejidad- estas nos mueven tan fuerte e insistentemente, que a menudo nuestro comportamiento angustiado, desesperanzado y fatalista desacredita el nombre del Salvador y desvirtúa el poder de Su Santo Espíritu. Hay veces nos comportamos en medio de las enfermedades, como aquellos que viven sin Dios y sin fe, y que no tienen esperanza a la cual puedan aferrarse más que sus propias fuerzas en la carne que disminuyen a medida que la enfermedad avanza. Sea cual sea el caso del amable lector, es prudente que recuerde que siempre debe tener fe en el Señor; Él tiene el poder para sanarlo, y lo hará por encima de cualquier dictamen médico, si es que a Él le place proceder de esa manera. Pero también debe tener fe en el sentido de que, si a Él no le place sanarlo, la enfermedad que quizás te acompañará hasta el fin, es un medio de santificación, una ayuda para que comiences a mirar el Cielo que no quisiste mirar cuando gozabas de plena salud, y una prueba del más alto calibre en la que eres llamado a testificar con lealtad inquebrantable del Dios sabio, bueno, justo y amoroso que permite que todas las cosas les ayudan a bien, [… ] Rom 8:28.

Para terminar, unas veces sobrellevamos nuestras enfermedades con fatalismo, dando por sentado que Dios no puede sanarnos; otras veces lo hacemos con un profundo, pecaminoso y lastimero sentido de autocompasión, como si Dios fuera ajeno a nuestro dolor; y en otras ocasiones atravesamos el desierto de las enfermedades, frustrados con Dios, reclamándole y demandando impíamente el porqué de esta. Hermanos, no todas las enfermedades son producto del castigo; unas vienen como un perpetuo recorderis de que nuestros cuerpos se degeneran a diario; mientras que otras vienen por descuidos y negligencias de parte nuestra. Sea cual sea la causa de la enfermedad, corrijamos lo que se pueda corregir y busquemos diligentes los tratamientos que estén a nuestro alcance, pero, sobre todo, arrepintámonos de habernos comportado en las enfermedades como niños malcriados y quejumbrosos, y procuremos en insistente oración el ser fortalecernos en el Señor y en el poder de Su fuerza Efe 6:10, para evitar tener el espíritu angustiado del que nos advierte el texto.

A menudo, muchos de los que vivimos con enfermedades crónicas, terminales o no viables, hemos pensado «¡Señor, no quiero morir de esa enfermedad!». Si es que somos honestos y valientes pare reconocerlo, ese ha sido el clamor de muchos de quienes hemos estado enfermos al borde de la muerte. El escritor de este artículo, habiendo sido golpeado fuertemente por una enfermedad a mediados del año pasado, cesó de preocuparse por su hipotética causa de muerte, y pasó a enfocarse en su cuidado corporal; ¡y por encima de eso!, él se dedicó a pensar más en Aquel que permite las enfermedades para Su propia gloria, pues como está escrito en tal ejercicio hay gran bendición, : Isa 26:3 Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado.

Pensar en la muerte cuando se está gravemente enfermo, es algo inevitable; sin embargo, angustiarse desmesuradamente hasta el punto de decir «no quiero morir», es algo inapropiado para un creyente. Si fuera por nosotros, no querríamos morir ni de eso, ni de esto, ni de aquello, ni tampoco de lo otro. Estoy convencido de que, en medio de una enfermedad, incluso, en medio de aquellas que quizás nos llevarán a nosotros, o a algunos de nuestros hermanos a la tumba, hay tres cosas que jamás debemos perder de vista y que serán de bendición para nuestras almas: La primera; […] está establecido para los hombres que mueran una sola vez Heb 9:27; la segunda: que si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Rom 14:8; y la tercera, que Estimada es a los ojos de Jehová La muerte de sus santos. Sal 116:15

Es Dios por medio de Su Espíritu quien fortalece nuestro espíritu, para que, en todo momento, y en especial, en medio de nuestras enfermedades, nosotros podamos sobrellevarlas de una manera realista y no fatalista, gozosa y no penosa, honrosa y no vergonzosa, siempre con la esperanza de que lo mejor en realidad está en la otra orilla del rio de la vida, y que una vida eterna sin dolor está al otro lado de la eternidad.

Alimentemos nuestro espíritu con todo alimento espiritual, fortalezcámoslos con todos los medios de gracia y pidámosle al Señor que nos conceda la gracia para testificar del nombre del Dios que a menudo se complace, no en sanar a sus hijos, sino en perfeccionar Su poder en las debilidades y enfermedades de ellos. Amén.

Pro 18:14 El ánimo del hombre soportará su enfermedad; Mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?

0 0 Votos
Califica el artículo