Dios le ha dado al creyente autoridad

Cuando hablamos de autoridad, a lo que hacemos referencia es al poder para gobernar, para ejercer el mando, o para ejecutar ciertas labores que son inherentes a dicha autoridad. p.ej. en el ejercicio de sus funciones, la policía tiene la autoridad para dispersar a los manifestantes que quebranten el orden público; o hablando de un doctor, sólo él o ella tiene la autoridad para prescribir cierto tipo de medicamentos. El punto es que la persona envestida con autoridad tiene el derecho de ejercer ciertas funciones, y si bien es importante resaltar que la autoridad no le provee a quien la posee una carte blanche , y, por ende, no le es permitido extralimitarse en el cumplimiento de esas funciones, si hay que decir que la autoridad le permite a la persona que la tiene, actuar de una manera en la que no podría hacerlo en caso de no tenerla.

Piense, por ejemplo, en la autoridad para perdonar pecados. ¿Quién puede perdonar pecados? Sólo aquel que posee dicha autoridad: Dios (Lucas 5:21); o ¿quiénes podían sanar enfermos, echar fuera demonios, etc? De nuevo, sólo aquellos a quienes se les había conferido particularmente esta autoridad (Mateo 10:1). En ese orden de ideas los creyentes tenemos autoridad; no para sacar fuera demonios o sanar personas (como creen los adherentes al movimiento carismático), y muchísimo menos para perdonar pecados (como creen las almas necesitadas del catolicismo romano); sino que Dios nos ha concedido autoridad por Su Palabra para exhortar, corregir, amonestar, enseñar, e incluso, para reprender a otros hermanos. Aún más, como parte del cuerpo de Cristo tenemos autoridad para juzgarlos, pues ¿quién puede retirar de la comunión al pecador impenitente? ¿El pastor? No, sino el ‘ente’ a quien le es dada dicha autoridad: la iglesia local, a la que cada creyente es llamado a hacer parte. Mat 18:17

Autoridad moral (esfera secular)

Ahora bien, cuando añadimos el adjetivo moral a la palabra autoridad, el resultante es una expresión que a menudo escuchamos, pero quizás no comprendemos, al menos la inmensidad de su significado y de sus implicaciones. Dicha expresión es Autoridad Moral.

Cuando a grosso modo hablamos de autoridad moral de manera general, a lo que hacemos referencia es a las acciones de una persona que concuerdan con sus principios; p.ej. un jefe cree que la puntualidad es una virtud importante y, en consecuencia, llega a tiempo a la oficina cada mañana; debido a que tal jefe, ‘practica lo que predica’, de él se dice que tiene la autoridad moral para llamarle la atención a un empleado que llega todos los días tarde. Pero justo en este punto hay lugar para una aclaración muy pertinente: aún si el jefe llegara tarde y quisiera sancionar a un empleado que persiste en llegar tarde, tal sanción no sería inválida en virtud de que él tiene la autoridad para hacerlo, más sí sería inmoral en el sentido de que él estaría condenando a alguien de algo de lo que él mismo es culpable, ¡eso es inmoral!

Autoridad moral (esfera familiar)

Piense en un padre de familia que tiene problemas de alcoholismo y que reprende severamente cuando su hijo toma alcohol. ¿Hace mal el padre al reprender a su hijo por borrachín? ¡Desde luego que no… ¡Hace bien, por el contrario! … lo que hace mal es que él mismo no dejar de beber y tal proceder inmoral le quita la autoridad para reprenderlo con una limpia conciencia; puesto de otra manera, en virtud de su autoridad, el padre tiene el deber, el derecho y la obligación de reprender a su hijo, pero en virtud de su inmoralidad, tal reprensión es a menudo ineficaz: su autoridad se ve minada por su inmoralidad, pues ¿cómo va a reprender a su hijo de algo malo cuando él mismo no es ejemplo de lo bueno que su hijo debería estar imitando?

De ahí que sea de suma importancia como esposos y padres, ser de ejemplos morales para nuestros hijos.

Autoridad moral (esfera eclesial)

En la iglesia sucede algo muy similar; cuando hablamos de autoridad moral en el ámbito del cuerpo de Cristo, a lo que hacemos referencia es a la potestad dada por el Señor al pastor para que gobierne a la iglesia, o a las ovejas, para exhortar (Col 3:16), corregir, amonestar (1 Tes 5:14), enseñar, e incluso, para reprender (Mat 18:15) a otros hermanos, PERO (y este pero es muy importante), siempre haciéndolo con una limpia conciencia delante de Dios; es decir, sin ser reprochados por Dios -a través de nuestras consciencias- del mismo pecado o falta que deseamos corregir en el hermano.

A eso se refiere el Apóstol Pablo en el pasaje de Rom 2:1-3; Pablo hace referencia a los judíos que condenaban a los gentiles de las mismas cosas de las que ellos eran culpables; p.ej. una de las acusaciones más comunes de los judíos para con los gentiles era la de su idolatría. Lo que ellos no podían o querían ver era que ellos mismos eran unos idólatras de corazón, pese a su meticuloso cumplimiento de la ley ceremonial. Es en ese orden de ideas que decimos que, en este pasaje, Pablo hace referencia a personas (los judíos) sin la debida autoridad moral para juzgar y mucho menos para condenar, pues ellos mismos eran culpables de los mismos pecados por los que acusaban a los otros (los gentiles).

Como creyentes somos llamados a exhortar a otros hermanos, por ejemplo, al respecto de su falta de compromiso en la iglesia; pero el asunto se complica cuando procedemos a hacerlo de una manera áspera y condenatoria, sabiendo que en realidad nosotros tampoco hemos estado comprometidos con la iglesia como ella es digna; o como cuando el hermano emite una amonestación a aquella hermana (María) que murmura contra el pastor, cuando él mismo es culpable del mismo pecado siendo el mismo Aarón.

¿Qué hacer si no se tiene la debida autoridad moral?

¿Es mejor entonces que usted no ejercite la autoridad que Dios le ha dado de corregir a su hermano? ¡No! el llamado es a que antes de entrar en un apresurado juicio condenatorio al respecto de una falta o de un pecado en el hermano, usted primero se examine a fondo, y proceda a un sincero arrepentimiento en caso de hallar que usted mismo es culpable de lo mismo por lo desea redargüirlo, corregirlo, exhortarlo, o amonestarlo; el punto no es pasar por alto un pecado en el hermano porque usted no sea digno de amonestarlo, sino amonestarlo, cerciorándose de que tiene la autoridad moral para hacerlo; es decir, amonestarlo cerciorándose de que al hacerlo, usted tiene una consciencia que no lo reprocha del pecado por el que usted ahora lo está amonestando.

Entonces, no es que no podamos juzgar una conducta pecaminosa de un hermano porque nosotros somos pecadores como él; ni que estemos impedidos para corregir su error porque nosotros también nos equivocamos; o, inhabilitados para reprenderlo por su pecado en contra nuestra porque en el pasado nosotros pecamos contra él. En aras de la claridad, lo que la Biblia enseña no es «Si eres un pecador, no puedes juzgar», sino, «Aun siendo pecador, debes juzgar con justo juicio y con limpia consciencia», lo que equivale a decir, «debes juzgar conforme a la Palabra de justicia, y cerciorándote de que el pecado que juzgas, corriges o disciplinas, no es el mismo en el que ahora te encuentras».

¿Es el pecado de un hermano un impedimento para amonestar a otro o participar en su juicio?

Deseo citar la magistral respuesta de Juan Calvino «Cristo NO prohíbe a los pecadores cumplir con su deber de corregir los pecados de otros; Él sólo reprende a los hipócritas que se adulan suavemente a sí mismos, y son permisivos con sus propios vicios, a la vez que se indignan por los vicios de los otros […] a los que tienen por costumbre eximirse a sí mismos de toda culpa, pero que a la vez son excesivamente severos al censurar a otros. […] a nadie se le impedirá, por sus propios pecados, corregir los pecados de los demás, e incluso castigarlos, cuando se considere necesario, siempre que, tanto en sí mismo como en los demás, aborrezca lo que debe ser condenado»

Entonces, pese al pecado de un creyente, Dios no le quita la autoridad que le ha dado para llamar pecado al pecado, para condenar dicho pecado, e incluso, de participar en el juicio del pecador que persiste en la comisión de tal pecado. Lo que la Escritura condena es la participación en juicios condenatorios, cuando quienes acusan son tan, o más culpables del mismo pecado, que quien es acusado. Recordemos que ese fue el caso con los fariseos del pasaje Jua 8:7 Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. Así las cosas, es moral que el pecador participe de un juicio en contra del pecado, pero inmoral que condene a un hermano por el mismo pecado del que él no se ha arrepentido. Todo aquel que «no aborrece el pecado que condena» (como dice Calvino), y pese a eso, emite un juicio condenatorio en contra de alguien, trae sobre sí mismo el juicio de Dios, y con este, la justa condenación: eso es lo que dice el versículo de Rom 2:1-3.

Haga un esfuerzo por pensar en un pastor mentiroso que debe corregir el pecado de la mentira en una de sus ovejas. Antes de declararse habilitado delante de Dios para juzgar un caso de esos, él tiene que considerar sus dos únicas opciones con sumo detenimiento: la primera, someterse él mismo para que la iglesia lo juzgue por sus mentiras; la segunda, arrepentirse delante del Señor, y comprometerse con Él en la no repetición de este pecado.

Pero ¿qué sucede si no hace ni lo uno ni lo otro? En caso de que la iglesia no sepa de sus mentiras, y el pastor proceda a participar en una disciplina eclesial sin tener la autoridad moral para proceder de una manera honrosa a Dios (o sin tener una limpia conciencia), su juicio, mientras que este se adhiera a la Escritura y sea correcto, es válido pese a su pecado; en otras palabras, su juicio delante de Dios es totalmente válido, pero absolutamente inmoral. Válido, porque el pastor hace lo correcto juzgando de acuerdo con la Palabra una conducta pecaminosa impenitente, pero inmoral, porque él mismo se está revolcando en aquel pecado que él mismo está juzgando. Si por encima del verdadero arrepentimiento, tal pastor escoge proseguir con el juicio condenatorio, la amenaza de Rom 2:1-3 le aplica como les aplicó a los judíos hipócritas de aquel entonces.

Hermanos, procuremos tener siempre una limpia conciencia delante de nuestro buen Dios, sabiendo que sin esta no es posible agradarlo a través de toda exhortación, amonestación, corrección, disciplina (como parte de la iglesia) y cosa que enseñemos a los hermanos. Si vemos a un hermano persistir en una conducta anticristiana que deshonra al Señor y afecta Su cuerpo (la iglesia), oremos por él, cerciorémonos de no ser culpables de esa misma falta y procedamos con la autoridad moral de una conducta apropiada, a llamarlo dulcemente al arrepentimiento. Jamás nos apresuremos a condenar a nadie, por muy aparente que sea su pecado, no vaya a ser que sobre nosotros venga la misma condenación al amar en nosotros, lo que condenamos en otros. Procedamos prontos al arrepentimiento y evitemos condenarnos a nosotros mismos a causa de aquellas actitudes hipócritas, enjuiciadoras y condenatorias con las que solemos juzgar a los hermanos.

Rom 2:3 ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios?

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