Efe 3:14 Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, v15 de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, v16 para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu;

La traducción del versículo 15 de la Biblia del Oso, es en mi opinión más precisa: Efe 3:15 del cual es nombrada toda la familia en los cielos y en la tierra. La traducción de la RV60 es imprecisa en este punto y deja abierto el interrogante de si toda familia en la tierra tiene el nombre de Cristo, lo cual no es cierto. Pero más allá de esta diminuta observación hay algo en lo que vale la pena meditar: la grandeza de la familia de la fe.

El versículo 15 hace referencia a la familia de la fe; a todos los salvados por la gracia de Dios; a los jóvenes llenos de fuerza y vigor, y a los enfermos y atribulados; a los niños que han abrazado conscientemente al Salvador, y también a los ancianos que han creído en Él en los últimos años de sus vidas. Todos los que están unidos a Cristo por medio de la fe hacen parte de la familia de Dios: ricos y pobres, negros y blancos, doctos y simples, judíos y gentiles, etc… pero a esa familia también hacen parte los santos que murieron en Cristo (1 Tes 4:16)

Esta es una familia gloriosa porque es nacida de Dios, llena de la gracia de Dios y destinada para la gloria de Dios. No es una familia cualquiera: quien la preside no es nadie menos que el Altísimo, quien la guarda no es nadie menos que el Omnipotente y quien la provee no es nadie menos que Jehová Yihré. Siendo nada, Él nos ha hecho sus hijos, y siendo sin valor para el mundo, cada uno de los miembros de la familia de la fe somos joyas de gracia en la corona del Dios vivo.

El amor del Padre para con los miembros de la familia de la fe

Dios es el Padre de toda la familia de la fe, obviamente. Él es Padre de aquellos que ahora están delante de Él, adorándole y exaltándole, como de aquellos que asediamos Su Trono de Gracia a diario pidiendo perdón por nuestros pecados. El Altísimo es la autoridad suprema y absoluta de la familia de la fe; no hay autoridad que por Él haya sido establecida que pueda usurpar el lugar de nuestro Padre, por lo que sólo a esa autoridad debemos obediencia absoluta. Él es nuestro proveedor, nuestro guardador, quien nos disciplina, pero sobre todo, quien ama a todos los miembros de la familia por igual. Nuestro Padre ama de manera eterna e infinita a absolutamente todos los que hacen parte de Su familia, por lo que el amor del Padre para con sus hijos no hace distinción, ni tiene grados, ni alberga preferencias, ni se basa en paradigmas humanos sociales, culturales, etc. ni depende de méritos propios; todo lo anterior se prueba en el hecho de que el Señor Jesucristo no derramó más sangre por unos que por otros, ni sufrió más por unos que por otros: ¡por todos los suyos sufrió de la misma manera, por todos ellos clamó «Consumado es» Juan 19:30!

El anterior pensamiento debe ayudarnos a recalibrar nuestra opinión acerca de nosotros mismos: en virtud de que Dios ama a todos sus hijos, sin ningún tipo de distinciones ni de condicionamientos, todos los miembros de la familia de la fe debemos respetarnos, ayudarnos, colaborarnos, sí, corregirnos en caso de que haya lugar para tal cosa, pero sobre todo debemos amarnos: nadie es más que nadie pese a cualquier grado de instrumentalidad que el Señor le haya concedido. ¿Acaso no dice la Palabra en Flp 2:3 que debemos estimar a los demás como superiores a nosotros mismos?

Una familia muy especial

Somos una familia muy peculiar: tenemos hermanos que ya murieron pero que hoy viven adorando a Cristo; tenemos mucha familia en el Señor a quienes no conocemos, y que de hecho jamás conoceremos hasta que nos reunamos en el esplendor de las moradas prometidas; pero tenemos a otro puñado de hermanos a quienes conocemos, con quien nos limamos a diario en amor y respeto, con quienes nos gozamos en dulce comunión y a quienes debemos preferir, pues escrito está: Gál 6:10 Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.

Todos los miembros de la familia de la fe estamos unidos a Cristo, y todos tenemos el mismo deseo: glorificar a Cristo. No obstante nuestras diferencias, y nuestros malos entendidos inherentes a nuestra naturaleza caída, son y seguirán siendo parte de la familia de la fe y de tal verdad jamás nos debemos olvidar.

Una familia con privilegios únicos

Pero ¿qué de los privilegios que tenemos como miembros de esa familia de la fe? Podríamos decir que cada uno de los miembros de esa familia siempre estuvo en «el corazón del Altísimo» y que todos ellos son para Él amados; no hay manera que Él pierda de vista a alguno de los suyos; no hay oración tan tenue que Él no escuche, y no hay necesidad que Él no pueda suplir conforme a Sus riquezas en gloria. Si la promesa de que Sus ojos están sobre la familia de la fe (Salmo 34:15a), de que sus oídos los escuchan (Salmo 34:15b), de que Él conoce nuestras necesidades antes que las expresemos (Mateo 6:8b), de que ninguno de ellos se perderá (Juan 10:28-29), y de que a ellos no les faltará nada para honrar a Dios (Filipenses 4;19)… si esas promesas no son prueba del amor particular, especial y perfecto del Padre para con los miembros de la familia de la fe, ¿qué, entonces, podrá serlo?

¿Qué más queremos de una familia? Para no pocas familias las riquezas significan todo, la nuestra se basta con aquella mejor herencia que no se desvanece (Heb 10:34 sabiendo que tenéis en vosotros una mejor y perdurable herencia en los cielos) Para algunas familias el apellido es gran cosa, la nuestra se satisface plenamente al ser nombrados como Cristo (Efe 3:15 del cual (Cristo) es nombrada toda la familia en los cielos y en la tierra).

Cultivemos el sentido de pertenencia a la familia de la fe

Puede que con algunos hermanos en la fe tengamos una y otra discusión, pero que jamás se nos olvide esto: con ellos y no con otros, nos gozaremos por toda la eternidad delante del Padre: defendamos nuestras convicciones, pero aprendamos a respetar más y a valorar más a los demás miembros de la familia de la fe. En ese mismo orden de ideas, amamos con amor entrañable a los miembros de la familia de la fe a nivel local (nuestra iglesia local) y esto es apenas entendible en virtud de nuestra cercana comunión, propósitos comunes y pacto de familia. Sin embargo, sería bueno que dedicáramos un instante de nuestros devocionales diarios para interceder por aquellos miembros de la familia de la fe a quienes no conocemos: tal proceder glorificará al Padre de familia, nos preparará para un encuentro gozoso con esa familia, y aumentará el sentido de pertenencia a la familia más gloriosa de todas: la familia de la fe a la que por gracia pertenecemos.

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